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desde Cumaná

domingo, 3 de abril de 2011



El maestro Simón Rodríguez en la pluma de Eduardo Galeano

“La América española es original; originales han de ser sus instituciones y su gobierno: y originales sus medios de fundar uno y otro. O inventamos o erramos“.

Simón Rodríguez

Eduardo Galeano
Memoria del Fuego.

1796 – San Mateo

Orejas de ratón, nariz de borbón, boca de buzón. Una borla roja cuelga, en hilachas, del gorro que tapa la temprana calva. Los anteojos, calzados por encima de las cejas, rara vez ayudan a los ojos azules, ávidos y voladores. Simón Carreño, Rodríguez por nombre elegido, deambula predicando rarezas.

Sostiene este lector de Rousseau que las escuelas deberían abrirse al pueblo, a la gentes de sangre mezclada; que niñas y niños tendrían que compartir las aulas y que más útil al país sería crear albañiles, herreros y carpinteros que caballeros y frailes.


Simón el maestro y Simón el alumno. Veinticinco años tiene Simón Rodríguez y trece Simón Bolívar, el huérfano más rico de Venezuela, heredero de mansiones y plantaciones, dueño de mil esclavos negros.

Lejos de Caracas, el preceptor inicia al muchacho en los secretos del universo y le habla de libertad, igualdad, fraternidad; le descubre la dura vida de los esclavos que trabajan para él y le cuenta que la nomeolvides también se llama Myosotis palustris. Le muestra cómo nace el potrillo del vientre de la yegua y cómo cumplen sus ciclos el cacao y el café. Bolívar se hace nadador, caminador y jinete; aprende a sembrar, a construir una silla y a nombrar las estrellas del cielo de Aragua. Maestro y alumno atraviesan Venezuela, acampando donde sea, y conocen juntos la tierra que los hizo. A la luz de un farol, leen y discuten Robinson Crusoe y las Vidas de Plutarco.

1826 – Chuquisaca
Maldita sea la imaginación creadora

Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, ha regresado a América. Un cuarto de siglo anduvo don Simón al otro lado de la mar: allá fue amigo de los socialistas de París y Londres y Ginebra; trabajó con los tipógrafos de Roma y los químicos de Viena y hasta enseñó primeras letras en un pueblito de la estepa rusa.

Tras el largo abrazo de la bienvenida, Bolívar lo nombra director de educación en el país recién fundado.

Con una escuela modelo en Chuquisaca, Simón Rodríguez inicia su tarea contra las mentiras y los miedos consagrados por la tradición.

Chillan las beatas, graznan los doctores, aúllan los perros del escándalo: horror: el loco Rodríguez se propone mezclar a los niños de mejor cuna con los cholitos que hasta anoche dormían en la calle.

¿Qué pretende? ¿Quiere que los huérfanos lo lleven al cielo? ¿O los corrompe para que lo acompañen al infierno? En las aulas no se escucha catecismo, ni latines de sacristía, ni reglas de gramática, sino un estrépito de sierras y martillos insoportable a los oídos de frailes y leguleyos educados en el asco al trabajo manual. ¡Una escuela de putas y ladrones! Quienes creen que el cuerpo es una culpa y la mujer un adorno, ponen el grito en el cielo: en la escuela de don Simón, niños y niñas se sientan juntos, todos pegoteados; y para colmo, estudian jugando.

El prefecto de Chuquisaca encabeza la campaña contra el sátiro que ha venido a corromper la moral de la juventud. Al poco tiempo, el mariscal Sucre, presidente de Bolivia, exige a Simón Rodríguez la renuncia, porque no ha presentado sus cuentas con la debida prolijidad.

Las ideas de Simón Rodríguez: “Para enseñar a pensar”

Hacen pasar al autor por loco. Dejésele transmitir sus locuras a los padres que están por nacer.

Se ha de educar a todo el mundo sin distinción de razas ni colores. No nos alucinemos: sin educación popular, no habrá verdadera sociedad.

Instruir no es educar. Enseñen, y tendrán quien sepa; eduquen, y tendrán quien haga.

Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos. No se mande, en ningún caso, hacer a un niño nada que no tenga su “porque” al pie. Acostumbrado el niño a ver siempre la razón respaldando las órdenes que recibe, la echa de menos cuando no la ve, y pregunta por ella diciendo: “¿Por qué?”

Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el por qué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos.

En las escuelas deben estudiar juntos los niños y las niñas. Primero, porque así desde niños los hombres aprenden a respetar a las mujeres; y segundo, porque las mujeres aprenden a no tener miedo a los hombres.

Los varones deben aprender los tres oficios principales: albañilería, carpintería y herrería, porque con tierras, maderas y metales se hacen las cosas más necesarias. Se ha de dar instrucción y oficio a las mujeres, para que no se prostituyan por necesidad, ni hagan del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia.

Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.